De Fram, Hijo de Frumgar, y el Daño del Gusano

Por Fran «Elendur»

De Fram, Hijo de Frumgar, y el Daño del Gusano

Extracto de “Los Viajes de Arión”
Narrado por Arión Kuylómë y registrado por
Ferumbras de Rivendel

¿Que te cuente mi historia, dices? No hay mucho que contar, pues de lo que ha ocurrido mucho debes saber. Pero me has salvado del fuego y el olvido y has curado mis heridas, y no puedo menos que contarte lo que deseas. He aquí que estamos en la tierra de Frumgar, de los Éotheod, y ese pueblo que ahora arde y se consume era Valle Blanco, bajo la protección de mi padre y la mía, pues has de saber que yo soy Fram, hijo de Frumgar, y en mí caía la responsabilidad de cuidar de ese pueblo, y la culpa de que haya sido destruido.

—No te culpes de lo ocurrido, ya que nada podías hacer contra ese enemigo. Agradece mejor tu hado, pues aún conservas la vida y quizás puedas hacer grandes cosas en los tiempos por venir. Y, si ha de ser así, poco ganas culpándote y lamentándote.

—No lo entendéis, mi señor, porque fui mandado con dos veces doce hombres para escoltar a los últimos habitantes hacia Vientofuerte, la ciudad de mi padre. Y quizás si mis decisiones hubiesen sido otras, otro hubiese sido el destino de Valle Blanco. Dejad pues que cuente la historia y juzgad después si queréis si he de sentirme o no culpable, aunque poco me importa, si me perdonáis la insolencia. Y si a grandes cosas puedo aspirar, daría gustoso mi hado y mi vida por salvar a los que murieron bajo mi cuidado —dijo con un suspiro, y ante el silencio de quien le acompañaba, continuó—Dos veces doce hombres; guerreros valientes y diestros en el manejo de las armas, pero insuficientes, al fin y al cabo. Ya hacía días que las mujeres, los niños y los más ancianos habían partido hacia Vientofuerte, pero quedaban aquí algunos hombres que se encargaban de sellar puertas y ventanas, con la esperanza de poder volver algún día a sus hogares y encontrarlos enteros; y no pocos quedaron también para llevarse el ganado y las escasas posesiones que tenían. Pasamos la noche en el pueblo, despiertos y armados, alertas ante cualquier sonido. Y con nosotros traíamos perros de caza, pues el olfato y el oído de los animales son lo primero en notar la cercanía de nuestro enemigo. Pero toda la noche permanecieron tranquilos, y los campos parecían serenos bajo la fría y clara luna. Más de una vez, Eridan, el cabecilla del poblado, me instó a que saliésemos cuanto antes, pues desde las montañas bajaba, decía, una niebla que no auguraba nada bueno. Y me negué todas las veces, pues esa bestia suele atacar al amparo de las sombras, como la alimaña cobarde que es. “Esperad al amanecer, pues si pasamos la noche ya no habrá peligro que temer en el camino a la ciudad de Frumgar”, le aconsejé, y quizás fuese ese el primero de mis errores.

Fram calló entonces, y clavó la mirada en las ruinas de Valle Blanco. La culpa y la pena le consumían por dentro, y durante unos minutos permaneció en silencio.

—¿Qué ocurrió después? —pregunto su oyente, animándole a continuar. Fram le miró y le sonrió tristemente. Volvió la vista de nuevo al pueblo y continuó su relato.

—Al amanecer, la niebla ya nos cubría, y los animales y nosotros mismos nos sentíamos nerviosos, presos de las cambiantes formas de la niebla. Acuciados por la imperiosa necesidad de salir del fantasmal pueblo, organizamos rápidamente la comitiva, pero no habíamos salido aún por la puerta sur cuando los perros comenzaron a ladrar con frenesí, y corrieron a esconderse bajo las carretas que portaban a hombres y enseres. Un silencio de muerte cayó sobre bestias y hombres, y de las entrañas de la traicionera niebla, que nos confundía, nos llegaba el sonido de una respiración y de algo enorme que se arrastraba; pero nos era imposible saber de dónde provenían tan sobrecogedores sonidos. Y Eridan me dijo “¡Corramos ahora hacia Vientofuerte, mi señor! Porque el Dragón nos ha encontrado y ahora somos presa fácil ¡Huyamos al amparo de la niebla, y dejemos al ganado para que no nos siga!”, pero yo hice oídos sordos, pues en ese momento me pareció que el huir en desbandada no era solución y era cobarde, o quizás eso quería pensar. Porque la verdad es que una deuda de sangre y muerte me ata con ese Dragón, y una promesa me empujaba desde las sombras a quedarme y luchar contra la bestia, para morir o darle muerte. Así que ordené que en la plaza del pueblo se hiciera un amplio círculo defensor con las carretas, y que dentro se cubriesen los hombres del pueblo; y el ganado quedó libre y se perdió en la niebla. Mis hombres y yo los rodeamos, y esperamos nerviosos el ataque. Y esta decisión fue sin duda el mayor de mis errores.

» El tiempo pasaba enloquecedoramente despacio, y el Dragón no se mostraba, disfrutando quizás de nuestro miedo y frustración. Los hombres cada vez se sentían más aterrorizados, y era consciente de que pronto tirarían sus armas y correrían a una muerte incierta entre la niebla. Así que me adelanté y reté al Dragón con furiosas palabras. “¡Escucha mis palabras, Gusano, porque yo soy Fram, hijo de Frumgar, de los Éotheod! ¡Señor de estas gentes y estas tierras!” grité, y la niebla repitió mis palabras. “¡Y si nuestra carne quieres y valor tienes, sal ahora y enfréntate a mi espada, criatura despreciable! ¡Sal si no temes a la muerte y al olvido, pues es ahí donde he de enviarte!”. Me temo que no era consciente del terror que desencadenarían mis palabras, pues no había muerto aún el eco de éstas, cuando una llamarada súbita surgió desde el otro lado del círculo defensivo, abrasando a muchos de los guardianes y refugiados. De la niebla surgió entonces a quien llamamos El Gusano, enorme y majestuoso, cuya sola presencia detiene el corazón de los más valientes de entre los hombres.Los caballos se encabritaron y muchos supervivientes huyeron aterrados, y desconozco sus destinos. Pero yo y unos pocos valientes quedamos para hacer frente a tan terrible enemigo. No sin miedo nos lanzamos al ataque, pero no estábamos preparados para sus poderosas garras y mandíbulas. Y antes de que me diese cuenta me quedé solo ante él, pues mis hombres habían muerto. Ataqué con la espada de… ¡la espada! —gritó entonces Fram interrumpiendo su historia, y tuvo la intención de levantarse, pero cayó de espaldas, porque estaba herido.

—No has de levantarte aún, Fram, hijo de Frumgar —dijo su acompañante, poniendo una mano firme pero amistosa en su hombro—Si buscas la espada que empuñabas, es ésta, si no me equivoco —dijo mostrando una espada quebrada que había en la hierba, no lejos de ellos. Fram se arrastró un poco hasta cogerla, y se la llevó a la frente en señal de respeto—. Cuando os encontré, la aferrabais con tanta fuerza que el corazón me dijo que no era una espada normal, y que os era cara, así que la traje con nosotros.

—De nuevo os agradezco vuestra ayuda, pues cierto es sin duda que esta espada es para mi tan importante como mi vida, aun estando quebrada. Perdonad mi reacción, y escuchad el resto de la historia, que pronto ha de terminar.

» Como os decía, ataqué al Dragón con esta espada, pero su armadura de escamas es dura, y la hoja se quebró. Y me vi despedido hacía atrás por el impacto, pero no caí del caballo. Fue entonces que el Dragón me golpeó con gran fuerza y caí al suelo sin resuello. Y una garra enorme me aplastó, y estuvo a punto de matarme; me consta que podría haberlo hecho de haber querido, pero no lo hizo. Acercó su rostro al mío y así me dijo “Yo te saludo, Fram, hijo de Frumgar, de los Éotheod. Como ves, quiero vuestra carne y tengo valor para venir a por ella. Me he enfrentado contigo y te he derrotado, y tu espada apenas si la he notado, porque yo soy Scatha, al que llaman El Gusano, y no serás tú quien pueda enviarme a la muerte y el olvido. ¿Dónde está ahora tu gallardía, Señor de los Cadáveres? ¿Qué clase de señor deja morir a su pueblo?” a lo que respondí furioso “Mátame ahora, Gusano, porque si me das la posibilidad de volver a encontrarnos, acabaré con tu existencia”, pero el Dragón pareció sonreír, porque es cruel de pensamiento, y su garra me apresó con gran dolor, y me levantó del suelo y así me dijo “No te mataré. Ahora no. Te dejaré vivir para que veas cómo acabo con tu pueblo. No importa dónde huyáis, donde os escondáis, pues os daré caza y me saciaré con vuestra carne. Y tú serás el último en morir, y te arrepentirás de haberme retado; y tu honor y el de tu casa quedará mancillado, pues nada podrás hacer para salvar a tu pueblo, Fram, hijo de Frumgar” y luego me arrojó contra una casa, y mi cuerpo astilló y rompió la madera, y la oscuridad me llevó y ya no recuerdo más. Luego desperté aquí, bajo estos árboles, lejos del pueblo en llamas y con el sol alto en el cielo; y os encontré a mi lado, Arión Kuylómë, cubierto de hollín, cuidando mis heridas. Aquí termina la historia que pedíais, y sólo ahora veo la repercusión de mis actos —dijo, y las lágrimas acudieron a sus ojos—. Y si fuese más valiente acabaría con mi vida y salvaría el honor que le queda a mi casa. Cruel es sin duda el hado al que me ha condenado esa maldita bestia —dijo abatido, clavando la mirada en la espada rota que empuñaba.

—No os equivoquéis, pues no hay deshonor en vuestros actos; sí quizás equívoco, aunque no me toca a mí decidirlo. Y Scatha se tiene por más poderoso de lo que es, pues nada puede hacer por modificar vuestro hado o el de cualquier otro. Quizás el vuestro sea en verdad el de ver morir a vuestro pueblo sin poder impedirlo, pero el corazón me dice que no ha de ser así, y que seréis vos en todo caso quien elegirá el rumbo de vuestro destino y el de vuestro pueblo. Y no debéis pensar que sois cobarde por no ser capaz de acabar con vuestra vida, pues la vida es un Don, y el quitársela por voluntad propia sí es cobardía. Aquél que se enfrenta a sus miedos y a su destino puede ser tildado de muchas cosas, pero sin duda no de cobarde.

—Veo verdad en vuestras palabras, pero el dolor, la humillación y el eco de las palabras del Dragón son fuertes aún, y me siento confuso. No seré yo el que me juzgue en todo caso, no antes de que lo haga mi padre, al que debo salir al encuentro en cuanto me sea posible.

—Y os ayudaré si así lo deseáis, pues pronto podréis andar, aunque tardaréis aún un tiempo en recuperar las fuerzas.

—Os lo agradezco, Arión. Y por todo serás recompensado llegado el momento, porque los Éotheod no olvidan a los que han sido amigos en tiempos de necesidad. Pero decidme ahora, ¿quién sois vos, y por qué me salvasteis? Rara vez he visto a alguien de vuestro pueblo salir de las profundidades del Bosque Negro, y ninguno era como vos. Y en ningún momento, por cierto, ha recibido ayuda de los Elfos mi pueblo, aunque tampoco ofensa.

—Cierto es que poco salen los Elfos del Bosque Negro hoy en día, aunque guardan con celo sus fronteras, y poco o nada interfieren en los asuntos de los Hombres mortales. Pero os equivocáis, pues no pertenezco al pueblo de Thranduil, el Señor del Bosque. Vengo de un reino ya olvidado, demasiado al norte y atrás en la memoria de los Elfos, y pocos Hombres conocen su nombre. Hace mucho que vago por las tierras, y he visto hermosos paisajes y otros más lúgubres, y también hazañas y desventuras de los pueblos de Arda.

—¿Ver, decís? —dijo Fram sorprendido —. Disculpad mi atrevimiento, pero… ¿acaso no sois ciego? Al menos eso creí por vuestra forma de moveros y por el vacío que veo en vuestros ojos. ¿Es que estoy acaso equivocado?

—No, no lo estáis. Soy ciego desde que nací, y esto es demasiado inusual en la raza de los Eldar. Pero un destino me fue impuesto y no puedo huir de él. Y veo, sí, pese a mi ceguera. No os preguntéis cómo, pues es difícil de explicar. Pero os diré ahora que mi secreto reside en Hentúruva, mi Ojo de Madera —dijo Arión mientras le mostraba una robusta y larga vara de madera de sauce de un intenso color negro y con runas de brillante plata recorriendo toda su extensión—. Fue un regalo de mi madre cuando yo aún era muy joven, y desde entonces ha permanecido conmigo y ni un solo día me he separado de él. Y es un instrumento de gran Poder, de los días de antaño, de allende el mar, y gracias a él me hago una idea del mundo que me rodea, pero es una sensación que se aleja mucho de la vista de unos ojos sanos, ya sean de Hombre o de Elfo. Aunque no es esa la única ni la mayor de sus virtudes.

—Poderoso debe ser el pueblo de los Elfos para hacer de la ceguera poco más que una molestia. Pero otra cosa me intriga. ¿Cómo me encontrasteis, y por qué me salvasteis, arriesgando sin duda vuestra propia vida? ¿Qué os trae por esta tierra desolada?

Arión se levantó entonces de su lado con la ayuda de la vara, que se elevaba varios palmos por encima de su cabeza. Se adelantó unos pasos y su rostro se volvió al norte, y le pareció a Fram que su porte era majestuoso y un profundo respeto creció en él, pero nada dijo.

—Quizás los Elfos fueran poderosos antaño —dijo Arión al cabo—, pero ese poder ha ido menguando con los siglos, aunque eso no importa ahora. Te diré entonces que venía del norte, del paso de las Ered Mithrin, las Montañas Grises, y quizás sólo la casualidad me hizo llegar aquí en ese momento, mas así no lo creo —guardó entonces silencio por unos segundos, pero al cabo continuó—. Ocurrió que anoche sentí un gran mal que se avecinaba y era incapaz de descubrir de qué se trataba; sin embargo, no tardé mucho en sentir a Scatha. Sentí su hambre y su impaciencia, esperando a que la bruma cubriese los campos para salir de caza. Entonces a lo lejos vi, no preguntéis cómo, el pueblo al que llamas Valle Blanco, y corrí a advertir del peligro, pero estaba demasiado lejos y la mañana me sorprendió aún a mucha distancia, y el Dragón cayó sobre vosotros. Tuve que esperar a que él partiera, pues sin duda no soy rival para Scatha El Gusano, y no dudaría en matarme. Llegué entonces desesperanzado, ya que no esperaba encontrar supervivientes. Pero os sentí, porque has de saber que cuando uno pierde un sentido, los demás sentidos se agudizan, y lo que no son los sentidos también, y os encontré gracias a mi Hentúruva. El fuego casi os había alcanzado, y la casa en la que os encontrabais a punto estaba de ceder, sepultándoos para siempre. Así que os saqué con gran esfuerzo y os arrastré lejos del humo y las llamas, y curé vuestras heridas como mejor pude. Y si arriesgué mi propia vida fue porque supe entonces, como sé ahora, que nuestros destinos se habían cruzado no por casualidad, y que quizás seáis vos ese a quien llevo tanto tiempo buscando, tal y como indican las circunstancias.

—Vuestras palabras me intrigan. ¿A qué os referís? ¿Por qué me buscabais, si de verdad soy yo a quien vos esperabais?

—Todo será contestado a su debido tiempo, pero no es el momento. Dormid ahora bajo el susurro de los árboles, que yo velaré vuestro sueño —dijo acercándose a él, y puso suavemente su mano en la frente de Fram, que de repente se sintió soñoliento y se tumbó en la fresca hierba—. Dormid y recuperáos, porque si no he de equivocarme, un gran destino recae sobre vuestros hombros —añadió, pero Fram ya no le escuchaba.

Despertó y le pareció que había dormido durante muchas jornadas. Se incorporó y vio que el sol estaba alto, y que una hoguera aún humeaba con los últimos rescoldos junto a él, por lo que dedujo que al menos una noche había pasado al abrigo de esos árboles. Miró en derredor y encontró comida liada en un paño: carne salada, queso y algunas frutas, tardías, pues el invierno estaba en puertas; pero no pudo encontrar al Elfo, y cuando lo llamó fue en vano.

El día avanzaba despacio, y el valle se mantenía en un tenso silencio, amenazador, y Fram, aunque herido, siempre tenía cerca la espada rota, pues sabía que no eran raros los orcos o los lobos por esta zona, y odiaba verse indefenso. Y así pasaron varias horas, hasta que escuchó el relincho de un caballo y pensó que quizás viniesen a buscarle o que Arión había vuelto. Salió con esfuerzo del sotobosque y miro en derredor, y no muy lejos vio venir a su nuevo amigo con varios caballos y se sintió aliviado, pues sabía que en su condición no podría viajar a pie hasta Vientofuerte.

—Saludos Fram, hijo de Frumgar, de los Éotheod —dijo Arión cuando llegó a su altura—. Me alegra ver que te encuentras mejor y en pie.

—No sería así sin vuestra ayuda, que de nuevo he de agradecer.

—Nada tenéis que agradecerme, pues lo hago de corazón. Porque ya os dije que el destino, según creo, me trajo hasta vos y que era mi cometido salvaros.

—Gracias de todas formas —dijo Fram, y luego se acercó a los caballos que Arión traía consigo—. Veo que no habéis perdido el tiempo mientras yo descansaba.

—Los escuché anoche, aunque estaban lejos. Es de suponer que huyeron todos juntos del hedor del Dragón cuando éste atacó. Seguramente uno les guió, porque uno hay de corazón bravo.

—Sin duda, pues éste es Liam, mi caballo. Con él galopé hacia la bestia y Liam no vaciló, y sólo cuando se vio sin jinete y libre corrió guiando a los demás hasta algún lugar seguro.

—Pues en él has de montar de nuevo, porque el tiempo apremia y de seguro os echarán en falta en vuestra ciudad, y creerán que habéis muerto.

—Marcharemos cuando estéis listo, Arión, y yo guiaré vuestro caballo para que no haya percance. ¡Démonos prisa pues, y a lo mejor llegamos antes de que se celebre el funeral por mi muerte!

Así hablaron y al poco ya estaban en los caballos y viajaban con un trote tranquilo; porque Fram aún no estaba recuperado y Arión no podía controlar a su caballo debido a su ceguera. Viajaron hacia el sur, siguiendo el Río Grande, y el silencio se vio poco a poco sustituido por el canto de los pájaros y la tierra parecía menos peligrosa que antes. Y no habían cabalgado mucho cuando vieron venir hacia ellos, aún a bastante distancia, a muchos caballos que venían al galope.

—Al fin vienen a buscarte —dijo Arión, y Fram asintió en silencio—. Doce jinetes, y apuesto a que les encabeza Frumgar, tu padre.

Y no había errado Arión en el número de jinetes ni tampoco en la naturaleza de los mismos, porque en cabeza venía en verdad Frumgar, y con él venía una escolta. Era Frumgar por aquel entonces un guerrero poderoso, aunque ya no era joven según los cánones de los Hombres. Era alto, de anchos hombros y mirada penetrante. Su pelo y su recortada barba tenían aún el color del fuego, pero teñidos de blanco aquí y allá y sus rasgos eran angulosos y duros. Fram se le parecía en verdad, pero no era tan ancho de hombros y su pelo y barba eran rubios.

Desmontó Frumgar de un salto y se enfrentó a su hijo y al Elfo, que habían desmontado y esperaban a los jinetes; pero la escolta no desmontó y miraban temerosos hacia el norte.

—Me alegro de verte sano y entero, hijo mío —dijo Frumgar aferrando a su hijo por los hombros, porque, aunque era un hombre orgulloso y altivo, amaba a su hijo por encima de todo—. Pensé que te había perdido cuando no llegaste con los supervivientes de Valle Blanco. Muchos dijeron que el Gusano había dado muerte a mi heredero, pero no quería creerlo. No de nuevo.

—Saludos, padre. Yo también me alegro de verte —dijo Fram con una sonrisa que nada tenía de alegre—. A salvo y entero, sí, pero ¿a qué precio? Porque pusiste el pueblo a mi cuidado y mi orgullo y falta de previsión lo llevaron a la ruina; y muchos murieron por mi fracaso. Daría mi vida gustoso por cada uno de ellos si así volvieran a la vida.

—¿Fracaso, dices? No es eso lo que me han dicho los que escaparon de una muerte segura por el fuego de la bestia o por sus dientes. Y dicen con admiración que permaneciste allí y te enfrentaste al Enemigo cuando todo estaba perdido, y que cabalgaste solo hacia la gloria y la muerte; y que en ningún momento vacilaste o temiste, y me aseguraron que debía sentirme orgulloso de ti, porque te enfrentaste a una muerte cierta por amor a tu pueblo. Pero dime, ¿cómo saliste airoso de tan desigual lance?

Entonces Fram narró lo que antes contara a Arión, y Frumgar no le interrumpió, y su ceño se fruncía cada vez más mientras la historia avanzaba. Llegó Fram al final de los hechos, y durante unos minutos Frumgar permaneció en silencio, cabizbajo, sumido en cavilaciones y planes de futuro. Finalmente rompió su silencio, y acercándose a Arión, le habló así.

—Te debo la vida de mi hijo, Arión Kuylómë, de los Eldar, y es algo que no he de olvidar, y que he de recompensar antes de que mi estancia en el mundo termine. Pide y, si está en mi mano, te será dado.

—Te escucho —dijo entonces Arión—. Mas nada he de pedirte ahora, porque nada necesito de ti por el momento. Y tampoco creo merecerlo, pues si salvé la vida de tu hijo es porque el destino así lo quiso, como ya le expliqué a él cuando nos conocimos. Porque habéis de saber que veo más allá que muchos de entre los vivos, aún ciego, y te aseguro, Fram, hijo de Frumgar —dijo dirigiéndose ahora a su amigo—, que un destino hay escrito para ti con letras de oro y sangre, y mi camino se ve necesariamente enredado en ese destino. Y si en algo me queréis servir, mi señor —le dijo ahora a Frumgar—, sólo os pido que me dejéis acompañaros un tiempo, hasta que el destino nos alcance a todos y deba seguir mi camino.

—Sea. Vendrás con nosotros y vivirás en Vientofuerte hasta que el destino nos alcance o tu voluntad así lo quiera. Ahora partamos sin demora, pues temo que un gran mal se abata sobre los Éotheod en las próximas jornadas, y hay mucho que preparar —y diciendo esto, montaron en los caballos y pusieron rumbo a la ciudad de Frumgar.

Llegaron a Vientofuerte al atardecer del día siguiente, porque habían avanzado a un paso lento. La ciudad se levantaba sobre una loma alta y la rodeaban dos murallas: una alta de madera, la exterior, y otra interior de piedra, no mucho más baja que la otra. Y a diferencia de Valle Blanco y otros pueblos circundantes, la mayoría de las casas eran de piedra o adobe, y era mucho más grande.

La ciudad bullía de vida, porque muchos de la región habían ido a refugiarse tras sus murallas con la esperanza de escapar de la desolación del Dragón. Pero las nuevas traídas días atrás por los supervivientes de Valle Blanco habían agriado los ánimos, ya que el Gusano cada vez bajaba más desde su guarida del norte, y muchos habían decidido huir al sur, más allá de las fronteras de los Éotheod, a tierras que antaño les pertenecieran. Frumgar les había aconsejado no hacerlo, porque en esas tierras vagaban ahora en gran número los Hombres del Este, que antaño expulsaron a su pueblo hacia las tierras donde ahora habitaban. Y con ellos, aseguraba, había orcos y lobos, y también trolls. Pero rara vez los que querían partir le escuchaban y viajaban pese a todo hacia el sur, y de su destino nunca se supo en Vientofuerte, aunque las advertencias de Frumgar se vieron encarnadas.

Entraron por la puerta norte de la ciudad entre vítores, porque el pueblo se alegraba de ver vivo a Fram, pues era amado por sus gentes. Y Fram vio entre la multitud que había salido a recibirles gentes de Valle Blanco, y en verdad se veían felices de su regreso y muchos se acercaron para tocarle las piernas, como si quisieran comprobar que no era un espectro. Y las penas desaparecieron entonces de su corazón, sustituidas por el orgullo; un nuevo ánimo le inundó, y recordó la promesa que hizo otrora de dar muerte a Scatha, y a ella sumó la de vengar a las buenas gentes de Valle Blanco. Arión cabalgaba detrás y permanecía en silencio.

El Elfo fue instalado en la casa de Frumgar, la más grande de todas, y fue tratado con toda la cortesía de las que eran capaces esas buenas gentes. Arión caminaba a menudo entre los ciudadanos, que le miraban con miedo y asombro, y tras él iba dejando una estela de rumores de lo más variopinto. Los niños a menudo le seguían, curiosos, y le cambiaban el rumbo cuando iba a tropezar o se alejaba de las casas. Arión disfrutaba con ellos y a veces los reunía y les contaba historias, y los niños escuchaban extasiados. Y a no tardar, fue una figura habitual en las calles y ya no le miraban con miedo. Pero los rumores seguían creciendo, y no pocos desconfiaban de él, y entre estos se contaban muchos capitanes de influencia en el gobierno de Frumgar.

Una tarde, la séptima desde que llegaron a la ciudad, Fram le invitó a dar un paseo por los alrededores de la ciudad, y Arión aceptó su oferta. El Éotheod portaba una nueva armadura de placas, pero conservaba el antiguo yelmo y la espada había sido forjada de nuevo.

—¿Teméis pues un ataque de Scatha? —preguntó Arión tras un rato de conversación trivial, porque notaba preocupado a su amigo.

—¿Acaso tú no? Al menos eso creí entender de las palabras que me dijo. El Gusano sale a cazar tres veces cada estación, y pronto será la próxima. Dentro de no más de veinte días.

—También lo creo en verdad. Como también creo que esta será su última cacería en una larga temporada, porque el invierno que se aproxima será frío y Scatha aprovechará para dormir por muchos años, según pienso. Pero no por eso os dejará escapar, porque como ya dijiste una vez, es cruel de pensamiento y os dará caza aunque esté saciado. Le molesta vuestra presencia tan cerca de su casa y a la vez os teme, pues guarda con celo su tesoro, otrora de los Enanos, y piensa que quizás queráis robárselo.

—Tiene sentido, porque esperamos un gran ataque por su parte, esta vez a Vientofuerte. Antes atacaba granjas aisladas, y a menudo dejábamos pequeños rebaños de animales para que no se acercase a nosotros, pero ahora parece haberse cansado de eso y ataca a nuestras gentes. No nos teme, porque sabe que poco podemos hacer contra él. Pero no nos encontrará desprevenidos e indefensos —dijo Fram, y había desafío en su voz—. Esta noche mismo tenemos un consejo con los capitanes de mi pueblo, y en el decidiremos como defender la ciudad, porque huir no podemos, pues ningún sitio hay para nosotros.

—Cierto es, me temo. Porque vuestras fronteras del sur no son seguras, como ya sabréis, y más allá las huestes del antiguo Enemigo moran sin nadie que les haga frente.

—Y ahora serán aún menos seguras, porque mi padre ha convocado a todos los capitanes, aún los de las fronteras, y estas se verán debilitadas por un tiempo, aunque si el Dragón nos derrota, ya no habrá fronteras que proteger, y cruel habrá sido el destino de los Éotheod. Pero lucharemos hasta el fin, y no moriremos sin causar gran daño; y yo aún tengo que cumplir mi promesa.

—Ese puede ser el destino en verdad, porque me temo que no podréis causarle gran daño, pero sí herirle al menos. Tal y como están las cosas, Vientofuerte caerá cuando Scatha ataque, aun cuando reunáis a toda vuestra hueste y la lancéis contra él —dijo Arión, y Fram pareció abatido por estas palabras, pero el Elfo se apresuró a añadir—. Pero aún hay una esperanza: la tuya, porque quizás tengas por delante una dura tarea con la que puedas salvar a tu pueblo, ya que así estas destinado, según creo.

—Por dos veces hablaste de un destino que me espera, Arión, y ésta es la tercera —dijo entonces Fram, deteniéndose y enfrentándose con su amigo—, y hasta ahora te has negado a hablar de él. ¿Traes acaso alguna esperanza para Fram y el pueblo de los Éotheod? ¿O estamos condenados a morir en una lucha suicida contra un enemigo que nos supera?

—Si no te he hablado ya del hado que te auguro, es porque no estaba seguro de si eras el indicado; porque has de saber que una llamada me ha ido guiando los últimos tiempos y al final me ha traído hasta aquí. Pero ahora sé que no hay equívoco, y éste es el momento en el que revelarte lo que presiento —dijo Arión, y se le veía preocupado—. Has de saber entonces que los Dragones nacieron hace ya mucho tiempo, en una tierra inmunda que fue antaño destruida. Scatha proviene de esa primera estirpe, y entonces no se contaba de lejos entre los poderosos, aunque sí ahora, puesto que quedan pocos; porque en aquella época vivían Glaurung y Ancalagon, y muchos otros de entre los grandes, y Scatha era muy joven, y también débil, en comparación con aquellos. Pero todos eran de los más temidos entre los siervos del Enemigo Negro, y no había fuerza en Endor capaz de hacerles frente. No obstante, en el Occidente no todos habían dejado de lado a la Tierra Media, y mandaron desde Más Allá del Mar armas de gran poder, o a veces el metal para forjarlas. Y era el destino de esas armas el de matar cada una a un Dragón, a uno sólo, y no debían usarse para otro propósito que ése, y un gran mal caía sobre aquellos que las empuñaban con otra intención que no fuese la que marcaba su destino. Lokendacil llamaban a esas armas, pero otros nombres recibieron más tarde.

—¿Quieres decir que tienes una de esas armas? —dijo Fram esperanzado, pero Arión negó con la cabeza y su expresión era triste.

—No. Pero sé dónde está. Muchas veces intenté que su dueño me la entregase, ya él no podía empuñarla, pues no le había elegido, pero todas las veces se negó a entregármela. No obstante, la Lokendacil me seguía llamando, aunque no era yo quien debía empuñarla y no habría sido para ella más que su portador.

—¿Y quién es ese que se enfrenta al destino?

—Threndor, el señor de los Enanos que habitaban en las Ered Mithrin antes de que Scatha viniese, les diese muerte y robase sus tesoros —respondió Arión, y una sombra cruzó el rostro de Fram al oír ese nombre, pero nada dijo—. Nunca me dejaron entrar en la morada de la gente de Threndor, pero muchas veces estuve en sus puertas escondidas, y allí me encontraba con él, y siempre me trataba con desprecio, aunque jamás osó ofenderme. Threndor ya no está, pero el arma sigue en su casa, ahora del Dragón. Y Scatha ha de sentirla, pero aún no ha podido destruirla. Y ahí, Fram, reside la única esperanza de tu pueblo.

Fram permaneció callado algún tiempo, pensando en las palabras de Arión, y al fin le dijo:

—Cruel es sin duda el destino, pues si en verdad sólo esa Lokendacil puede abatirle, todo está perdido. Porque si para conseguirla hay que pasar sobre Scatha, y hacerlo sin el arma no es posible, no hay forma de que Vientofuerte se salve.

—Hay una forma —dijo Arión—, pero es peligroso. Porque el Dragón no está siempre vigilando su tesoro ya que tiene que salir para cazar. Y aunque es cierto que no se ausenta mucho tiempo, es el único momento en que se puede entrar, tomar la Lokendacil, e intentar así que éste cumpla su destino. Y también el tuyo

—Pero ¿acaso no va a salir de caza sólo una vez más? Tú mismo dijiste que dormiría después por muchos años. ¿Acaso insinúas que podemos entrar a por el arma mientras Scatha ataca Vientofuerte? ¿Acaso me quieres alejar de mi gente cuando ésta luche por la supervivencia de los Éotheod y la casa de Frumgar? —exclamó Fram, y el orgullo y la ira se encendieron, y le alzó la voz a su amigo.

—No hay otra forma, Fram —respondió Arión, entristecido.

—¡Alguna más debe de haber! Y si no la hay, la buscaremos. Porque si en verdad es mi destino matar a Scatha, encontraré la forma de darle muerte con o sin esa arma a la que llamas Lokendacil.

—Si hubiera otra forma, Fram, yo ya la sabría, porque he recorrido durante muchos años la Tierra Media y he visto y oído muchas cosas, y conozco muchas historias. Y me he encontrado con algunas de las hermanas de la Lokendacil que ahora se esconde en las entrañas de la tierra, y son armas poderosas, Fram, y sin ellas no podrás vencerle, porque así lo dictan los hados. Debes ir en su busca, por muy alto que sea el precio.

—Pues si he de morir luchando junto a mi pueblo, que así sea, pues no pagaré ese precio. Porque ahora veo que poco te importa mi pueblo, y quizás sólo deseas darle muerte a toda costa, aun sacrificando a los míos. ¿Me equivoco, Arión Kuylómë?

—Duras son tus palabras, por cierto, pero yerran en todo término —dijo Arión, aunque no añadió nada más.

—Así quiero creerlo, pero ya no sé qué pensar. Pero te debo la vida y he de pedirte perdón por mis palabras, mas no cambiaré de opinión, pues no puedo abandonar a los míos cuando más me necesitan; porque, aunque realmente Scatha no hubiese podido cambiar mi hado como intentó, sin duda vendrá en mi busca y tendremos que luchar a muerte, y por tanto no puedo viajar al norte. Así que escucha, Arión de los Eldar. Coge un caballo, el mejor de todos, y vete lejos con mi bendición, porque no has de morir con los Éotheod, pues nada te ata a sus destinos. Y te digo esto como amigo, porque me salvaste y así quiero devolverte el favor. ¡Vete y sálvate! ¡Pues sin duda moriré tranquilo sabiendo que estás lejos y bien, ya que no puedo pagar mi deuda de otra forma! ¡Deséanos suerte y con ella quizás cumpliremos tus designios y el Dragón muera! ¡Adiós ahora, y quizás para siempre!

Fram se volvió entonces y entró solo en Vientofuerte. El sol murió en el oeste y brillaron las primeras estrellas, y Arión permaneció solo mucho tiempo a las puertas de la ciudad, en silencio, y las runas de su bastón brillaban con extraña intensidad en la oscuridad creciente de la noche.

Veinte eran los capitanes que se daban cita en el salón de la casa de Frumgar, y Fram se contaba entre ellos; pero Arión no estaba presente, aunque había sido invitado. Y en su disculpa Fram dijo que el Elfo había decidido irse con sus parientes del Bosque Negro, y muchos capitanes lo celebraron, pero Frumgar vio mentira y dolor en tales palabras, aunque no dijo nada.

La reunión se alargaba a medida que la noche avanzaba, y la luna ya se había puesto. Muchos planes se discutían, pero el desánimo les ganaba, porque no encontraban forma de derrotar al Dragón o salvar a su pueblo. Y huir al sur no era posible, porque así dijo Aarhas, un capitán de las fronteras:

—Muchos de los nuestros han ido viajando al sur desde que El Gusano descendió de las montañas, y no pocos han debido caer en manos de los orcos o los Hombres del Este, porque saben de nuestra desgracia y temo que preparen una ofensiva contra los que quedemos, de quedar alguno; pues el número de Orientales crece cada día que pasa, y las fronteras están en peligro.

—Malas son en verdad esas noticias —dijo Frumgar—, y poca esperanza veo para nosotros. Al norte el Dragón, al sur los orcos y los Orientales, las montañas al oeste y los peligros del Bosque al este. Moriremos en esta ratonera, ya sea por unos o por otros, a no ser que encontrásemos una solución para todos nuestros males; pero si existe en verdad, yo no la conozco —dijo abatido, y los corazones de los allí presentes se oscurecieron.

—Malas en verdad, pero no por ello se rendirá el pueblo de los Éotheod —dijo entonces Fram, golpeando la mesa con su puño—. Porque moriremos luchando, contra uno o contra todos, y haremos pagar con sangre la muerte de nuestro pueblo —y muchos capitanes se pusieron en pie y vitorearon a Fram y alabaron sus palabras, pero Frumgar callaba porque, aunque era valiente y no temía a la muerte, deseaba otro fin para su pueblo, pues grande era el amor que les profesaba.

—¡Moriremos, pero con honor! ¡Y alto será el precio de nuestra caída! —gritaban, y pronto las espadas saltaron de sus fundas y se escucharon cantos de guerra; pero Frumgar seguía callando.

—¿Qué ordenáis, mi señor? —dijo Fram acercándose a su padre—. Podríamos traer aquí a todos los hombres y atrincherarnos, y enfrentarnos contra cualquiera que se acerque —pero a esto tampoco contestó Frumgar, y permanecía cabizbajo.

—¡Si este es el fin —gritó Aarhas—, que sea al menos un fin glorioso!

Y entonces un gran ruido, como el del golpear de un gran martillo contra el yunque, resonó en la sala, y todos se volvieron asustados a la puerta, porque esta había estallado y sus restos colgaban inertes de las bisagras. Y más allá de las puertas, vieron a los hombres que las guardaban caídos, como dormidos, y una figura se recortaba en el umbral, que dio entonces unos pasos hasta que la luz de las antorchas le cubrió.

—¡Necios! —exclamó entonces quien había entrado y todos le miraron asombrados. Porque quien había irrumpido de tal guisa no era otro que Arión Kuylómë; y se había producido un gran cambio en él, porque parecía rodearle un aura de majestad y sus ojos ya no eran ciegos, sino que brillaban con el color de la plata y las runas de su bastón se habían apagado en cambio—. ¡Necios! —repitió, y los hombres se alejaron de él acongojados —¿Gloria decís? ¿Honor? ¿Qué gloria hay en la cruel muerte de vuestro pueblo? Sí, cruel; porque os acechan enemigos de vil corazón por todos los frentes. ¡Majaderos! Al Dragón no podéis derrotarle y os dará muerte, y en el sur los enemigos os superan y seréis aplastados. Y las mujeres que escapen al Gusano serán violadas, muertos los ancianos y los niños servirán como esclavos —dijo, y a Fram se le clavaron en el corazón esas palabras—. ¿Qué honor, qué gloria hay en eso? —añadió enfrentándose con Aarhas, que se armó de valor y le plantó cara.

—¿Y quién sois vos, Elfo, para juzgarnos? ¡Gloria y honor, sí! ¡Porque sólo eso nos queda y será lo último que nos arrebaten! ¿Qué entienden los Elfos de los temas de los Hombres? ¡Vosotros no tenéis honor, pues de lo contrario vendríais a la lucha con los valientes Éotheod! ¿O acaso no está también vuestro reino en peligro, lacayo del Rey del Bosque? —escupió con desprecio. Entonces Arión pareció crecer, y una fuerte brisa inundó la sala, y mirarle daba miedo.

—¡Silencio Aarhas, hijo de Furlas, pues nada sabes de la gente de los Elfos, y mucho menos de mí, porque hace mucho que no sirvo a nadie y no vengo de ninguna parte! Y no hables de gloria, honor o valentía, porque a todo has de faltar antes del fin, y tu casa repudiará de ti. ¡Silencio ahora! —exclamó, y los presentes creyeron ver en sus ojos una luz dorada, que se esfumó pronto, pero el eco de su voz tardó en morir y el silencio le siguió. Y Aarhas se había quedado pálido de miedo, y en vano intentaba encontrar respuesta, quedando callado.

—¡Ya basta, Arión! —exclamó entonces Fram —. No abuses de la amistad que nos une, porque no te lo consiento, por mucha verdad que haya en tus palabras. ¿Pero qué haces aquí? Te hacía de camino hacia el reino del Bosque.

—Eso deseabas en verdad, pero no yo. Dijiste que no me importaba el pueblo de los Éotheod, y estoy aquí para demostrarte lo contrario; porque uno mi destino al de tu pueblo. O mejor dicho, al tuyo, porque todos me sois caros —dijo. Fram no dijo nada, pero había gratitud en sus ojos.

—Loable, mi señor —dijo entonces Frumgar, que por mucho tiempo había estado en silencio—, pero sabed que os condenáis a la muerte; porque ya no queda esperanza para el pueblo de Frumgar. Sólo nos queda la gloria de la batalla y el honor de la muerte justa, ¿y hasta eso se nos niega? —dijo, y había profunda pena en sus palabras.

—Ni gloria ni muerte ha de haber, pero sí esperanza. Porque todavía una queda y aún no ha sido dicha.

—¿Una esperanza, decís? ¿Y en qué reside? —preguntó Frumgar—. Porque dudo que los Elfos vengan en nuestra ayuda.

—Cierto es, y no debéis mantener falsas esperanzas en ese aspecto. Pero hay un arma que al Dragón puede dar muerte. Y si somos rápidos y hábiles, muchos de los vuestros se salvarán para hacer frente a cualquier enemigo que a la amenaza de Scatha siguiese —dijo, y sus ojos se volvieron a Fram, pero éste callaba y miraba al suelo, con gesto preocupado.

—¿Y dónde está esa arma? ¿Acaso la empuñáis vos?

—No, desgraciadamente, y sólo uno puede empuñarla con derecho. Y ese debe ser Fram, si él así lo acepta.

—Te dije que no acepto tal empresa, Arión, por muy negro que sea nuestro futuro, ya fuese nuestra última esperanza. —dijo entonces Fram, y todos le miraron sorprendidos. Había desafió en sus palabras, y su mirada y la de Arión se encontraron durante unos segundos, y al fin Fram bajó la vista—. Pero ahora me retracto de mis palabras, Arión, porque amo a mi pueblo y no quiero verle muerto, aunque la muerte puede ser en verdad el mejor destino si las cosas se tuercen.

—¿Acaso tú sabías de una solución y nada dijiste? —le preguntó su padre, y Fram asintió, y luego les contó lo que Arión le contó al anochecer, y todos escucharon la historia de las Lokendacil, de las que muy pocos sabían, aún entre los Eldar; pero de cómo lo sabía Arión nada se dice en ninguna parte, porque él al menos no lo dijo.

—Partiré pues, pero sólo si tú me acompañas —le dijo al cabo a Arión—, porque me hará falta tu sabiduría llegado el momento, o eso me dice el corazón.

—Sea, porque así también lo quiero.

—¿Y que hemos de hacer nosotros entre tanto? Porque si entráis en la guarida del Gusano cuando él nos esté atacando, ¿cómo haremos nosotros para sobrevivir?

—Difícil es vuestra tarea, porque tendréis que entretenerlo, ya que a más no podéis aspirar —respondió Arión, y les habló entonces sobre las historias que él conocía sobre los Dragones; y por él conocieron los Éotheod la historia de Túrin Turambar y el terrible Glaurung, y la de Eärendil y Ancalagon el Negro. Y hablaron durante toda la noche, trazando planes, y el sol les descubrió aún reunidos y la oscuridad de los corazones había huido junto con la de la noche.

Tres días habían pasado de la reunión nocturna cuando Arión y Fram se prepararon para partir. Y con ellos partían también muchos de los capitanes, pues volvían a su puesto con las órdenes de Frumgar. Porque iban a dividir las fuerzas entre Vientofuerte y las fronteras, y la única esperanza que les quedaba era matar al Dragón sin sufrir muchas bajas para hacer frente luego a los enemigos del sur. Se despidieron a las puertas de la ciudad de Frumgar, y ellos partieron hacia el norte sin demora. Y hacia el norte también se dirigieron acompañándoles cinco hombres de gran valentía, y con ellos llevaban el doble de caballos, para tenerlos de refresco.

Durante tres días avanzaron despacio hacia el norte todos juntos, pero al cabo de ese tiempo, tres de los cinco hombres se desviaron hacia el oeste con los caballos de reserva, hacia las Montañas Nubladas, que no quedaban lejos, porque había allí un pequeño pueblo de mineros y allí habrían de esperar el regreso de Fram, si volvía en verdad alguna vez. Y una vez hubieron partido, los demás viajaron durante dos días más al mismo paso lento, porque Arión volvía a ser ciego desde el amanecer que siguió a la noche de la reunión, y nunca quiso hablar de la proeza que llevó a cabo.

Llegaron al fin a las faldas de las montañas, y todo parecía lúgubre y muerto, porque todos los árboles habían ardido y no había animales en las cercanías. Allí se despidieron de los otros dos hombres, que corrieron con todos los caballos hacia el este, a un bosque no demasiado lejano. Porque los caballos no podían entrar en la montaña y quedarse en la puerta no era posible, ya que Scatha podría matarlos.

—Cuando salgamos de la montaña llamaré a Liam con mi cuerno y acudirá a mí esté donde esté, porque así se lo he enseñado —le explicó Fram a Arión, y el Elfo estuvo conforme. Y una vez solos y a pie, recorrieron la poca distancia que les separaban de las montañas.

—He aquí la Desolación del Dragón, pero también una de las puertas de los Enanos —dijo Arión acercándose a una pared de roca que se levantaba ante ellos. Tocó suavemente la lisa roca y pronunció unas palabras que Fram no comprendió. Y para sorpresa de éste, la pared se movió hacia dentro y dejó a la vista un alto y oscuro túnel, que se internaba en la montaña—. Es esta la entrada a uno de los puestos de observación de los Enanos, o más bien la salida. Y he elegido este lugar porque no lleva directamente a las puertas de la ciudad, ya que así Scatha nos sorprendería. Aquí esperaremos a que se vaya, y luego entraremos a por la Lokendacil. ¡Démonos prisa ahora, no sea que le dé por salir y nos encuentre a la intemperie! —dijo, y una vez que Fram hubo encendido una antorcha, entraron en la cueva y la puerta se cerró tras ellos.

El camino subía desde ahí con fuerte pendiente, y tras recorrer el sendero varios minutos encontraron una habitación circular, lo suficientemente grande para que pudiese moverse con libertad. Era esa sala antaño la habitación de los vigías, y aún había allí enseres y armas de los mismos. Pero al final de la habitación había otro túnel, más pequeño, y se internaron en él.

No era recto este camino, y no dejaba de subir; y tras muchas vueltas y revueltas Fram se sintió desorientado. Pero al fin llegaron a otra sala, también circular. Y en una de sus paredes habían abierto los enanos con gran trabajo y perfección varias rendijas por las que entraba la luz del sol. Y por ellas se veía, desde una altura que sorprendió a Fram, todo el valle del Anduin hacia el sur, y también hacia el este y el oeste, porque era un lugar que había sido elegido con cuidado para guardar las puertas, y quien desde él vigilaba, no podía ser visto desde fuera. Pero del otro lado de la habitación surgía otro camino que parecía seguir ascendiendo, y Arión le dijo que aún no debían recorrerlo, porque daba a la montaña y más allá a otra de las puertas de la ciudad, que los habría de llevar al tesoro de Scatha.

—Desde aquí vigilaremos la salida del Dragón, porque ha de bajar por esa ladera del oeste —dijo Arión señalando una hendidura en la montaña, y Fram no dudó de su palabra, aunque no dejó de sorprenderle como podía tener conocimiento de tal camino, y se estremeció al recordar los hechos de la noche de la reunión.

Muchas jornadas permanecieron en el frío interior de la montaña. Y el viento que entraba por las rendijas era helado y cortaba, porque el invierno había de llegar a no mucho tardar. Tuvieron que taparse por las noches con muchas mantas, porque no podían encender fuego por miedo a que Scatha los encontrase. Pero si el Dragón sabía que estaban ahí escondidos, no dio muestras de ello.

De muchas cosas hablaron, en susurros, por temor a que el fino oído del Dragón pudiese oírlos, y la amistad entre ellos se hizo más fuerte. Y una de las noches, mientras Fram bruñía la hoja de su espada, Arión preguntó.

—¿Qué tiene de especial esa espada, si se me permite la pregunta?

—Se te permite, pero es una triste historia. Te la contaré, si gustas.

—Te escucho.

—Esta era la espada de Eothram, el primogénito de Frumgar. Mi hermano.

—¿Murió?

—Scatha lo mató hace ya tres inviernos —contestó, y no se molestó en ocultar la tristeza que había en sus palabras—. Al norte de Valle Blanco, mucho más al norte, casi en las faldas de las Ered Mithrin y un poco al sur y al oeste de aquí, había un poblado de los Éotheod. Se encargaban allí de sacar hierro y oro de las montañas, porque son ricas en tales minerales. Mi hermano estaba allí con varios hombres para escoltar un cargamento de oro hasta Vientofuerte, ya que no eran raros por entonces los ataques de los orcos, o aún de los avariciosos Enanos, como tampoco lo son ahora de los primeros, ya que no quedan ahora Enanos en las montañas.

Fram calló entonces, y permanecieron unos instantes en silencio. Arión parecía pensativo, pero nada dijo, por lo que Fram continuó su historia.

—Se dice que fue entonces cuando Scatha El Gusano bajó del norte del Norte, del Frío Sempiterno, y llegó a la morada de los Enanos, y allí les dio muerte y se quedó con sus tesoros. Pero algunos escaparon y con ellos llevaban tesoros de gran valor, y huyeron hacia el este. Scatha les persiguió, más por el oro que por su carne, pienso. Pero los Enanos son ruines y viles, de negro corazón, como negros los agujeros donde viven —dijo Fram, y Arión notó veneno en sus palabras y adivinó gran odio entre los Éotheod y los Enanos—. Y se desviaron en el camino de su huida y pasaron por el pueblo donde Eothram se encontraba para usarlos como escudo, ya que cuando el Dragón descendió de las montañas en persecución de los Enanos, mi hermano y sus hombres le hicieron frente por miedo a que atacase el pueblo. El Dragón les dio muerte, y luego quemó el pueblo y persiguió a los que intentaban escapar de él, y sólo uno en verdad llegó a Vientofuerte. Pero los Enanos se habían salido con la suya, pues ése era su plan; porque no mucho más al este de allí había cuevas y senderos ocultos en las montañas que ellos conocían, como este donde nos encontramos, y en ellos se escondieron y el Dragón no dio con ellos. Y el único superviviente de aquella matanza, Haseg se llamaba, me trajo la espada de mi hermano y nos contó lo que había pasado. Y nos dijo también que el cabecilla de los Enanos se llamaba Threndor, aquel que dices que guardaba la Lokendacil para él, y que era cruel y rápido a la hora de dar muerte.

» Un gran pesar cayó sobre nuestro pueblo, y prometí entonces dar muerte a Scatha con la espada de mi hermano, y también a Threndor, pero a él lo mataré con las manos desnudas de ser preciso. Scatha sé dónde está, pero no puedo darle muerte; y el lugar donde mora el Enano lo desconozco, o si no ya estaría muerto. Y ambos, por lo visto, se han cruzado con el destino de la Lokendacil, y quizás con ella pueda cumplir mi promesa, siempre que no muera en el intento —y tras decir esto guardó silencio, siguió puliendo la hoja, y no habló más en toda la noche.

Habían pasado once días allí, y el Dragón no había salido. Pero en la noche del undécimo día, Arión despertó a Fram.

—Prepárate, en silencio, porque el Dragón ha salido y se dispone a partir.

Minutos después, el Éotheod escrutaba las sombras desde el mirador. Había luna creciente y las estrellas brillaban en un cielo sin nubes. Y fue gracias a esto que Fram pudo ver como el enorme cuerpo de Scatha descendía por la ladera que le había indicado Arión días atrás, y las escamas que le cubrían reflejaban el destello de las estrellas.

—Ha salido al fin; la suerte está echada.

—¡Silencio ahora! —susurró Arión, porque el Dragón había detenido su descenso y parecía olfatear el aire, mirando a todos lados. Fram guardó entonces silencio y ni siquiera osaba respirar. El Dragón permaneció unos segundos más de tal guisa, pero al cabo siguió descendiendo y avanzó hacia el este, hasta el Anduin, y luego siguió su curso hacia el sur y se fundió con las sombras.

—Bien, todo se cumple según nuestros deseos —susurró Arión tras unos minutos —. Debemos ser rápidos ahora, porque el tiempo corre en nuestra contra. Enciende una antorcha y cúbrete con las mantas, porque el camino es largo y tortuoso, y el viento sopla helado a estas alturas —y tras estas palabras, se introdujo en el túnel que llevaba a las montañas y Fram le siguió cuando estuvo listo.

Llegaron al final del túnel y una puerta de gruesa madera les esperaba. Fram la abrió con esfuerzo. Tras ella, y a la luz de la antorcha, se dibujaba un sendero que perfilaba las rocas, y Arión se apresuró a seguirlo. Fram le siguió con cuidado.

 —¿Acaso no es peligroso para vos? —dijo Fram, pero en ese momento las plateadas runas del bastón de Arión, su Hentúruva, se apagaron, y Arión se volvió a mirarle, porque otra vez podía ver y sus ojos brillaban plateados.

—Este es el verdadero Poder de Hentúruva, porque absorbe la luz solar de tal forma que, cuando cae el sol y brillan las estrellas, el bastón introduce la luz absorbida en mis ojos, y por pocas horas puedo ver; y de ahí que en otras tierras se me conoce como KuylómëEl Caminante Nocturno. Pero no es este momento para más explicaciones, porque cada segundo que pasa es uno que le restamos a Vientofuerte y a tu gente —y diciendo esto, siguió ascendiendo.

Dura fue sin duda la subida, y el sol los encontró aun recorriendo el traicionero sendero, y la antorcha ya no les fue necesaria. Pero no había subido demasiado el sol cuando al fin Arión se detuvo ante una pared, tan normal como cualquier otra para la vista de Fram, pero como hiciera otrora, la tocó y la puerta se abrió a un lado.

—Bienvenido a la casa de Threndor —dijo Arión, y la luz murió en sus ojos en ese momento y de nuevo estaba ciego.

Encendió Fram otra antorcha y recorrieron el sendero que se abría ante ellos; El Éotheod iba delante y empuñaba la espada de su hermano, porque se sentía intranquilo. El estrecho túnel se acabó al fin, y fueron a dar a una vasta habitación, y la luz de la antorcha no llegaba a alumbrar la pared de enfrente, ni tampoco el techo, y Fram quedó asombrado. Pero pronto Arión le instó a seguir, y le guió por una intrincada red de túneles y galerías, y poco a poco fueron descendiendo hacia el centro de la ciudad enana, que ahora estaba vacía de toda vida y hedía a muerte y al Dragón.

El tiempo no parecía pasar mientras andaban en la oscuridad, y a Fram todo lo que le rodeaba le parecía difuso y se sentía perdido. Pero al fin, tras un amplio pasillo, algo reflejó la luz de su antorcha, y sintió una gran curiosidad. Se apresuró a llegar a la nueva habitación y cual no fue su sorpresa al ver ante si una enorme montaña de oro y gemas, y también bellas espadas, y muchas otras cosas hermosas y brillantes.

—¡Recréate, pues este es el tesoro de Scatha, que guarda con gran celo y sobre el cual duerme! —dijo Arión—. Pero no te demores y no te dejes cegar por el brillo del oro, porque el arma no está aquí y nos queda poco tiempo —y tras decir esto rodeó la montaña dorada y guió a Fram por un camino pequeño y estrecho que se introducía en la pared. Y tan pequeño se iba haciendo mientras avanzaban, que al final tuvieron que avanzar a gatas; y observaron que las paredes estaban pulidas como por un gran fuego, y Arión dijo entonces— Scatha desató su aliento contra este túnel, ya que es demasiado enorme y no cabe por él, aunque lo desearía; porque al final de este túnel se encuentra la Lokendacil, y durante todo este tiempo ha intentado destruirla, porque la teme —y al decir esto, el túnel se acabó y llegaron a una habitación en la que podían moverse libremente.

La luz de la antorcha de Fram hizo huir las sombras a los más ocultos rincones, y ante ellos se mostró lo que antaño fuera la armería del Señor de los Enanos. Pero la mayoría de las cosas que allí había habían sido destruidas por el fuego, y las armas se habían fundido y ninguna servía. Pero entonces Fram sintió una extraña llamada y se acercó a una montaña de metal fundido que había en un rincón. Entregó la antorcha a Arión y enfundó su espada, y con esfuerzo quito la chatarra hasta que dejó a la vista una espada de hoja reluciente, aunque su filo era negro y parecía absorber la luz.

—Alégrate —dijo entonces Arión, y había regocijo en su voz —porque ésta es la Lokendacil y esa llamada que sientes es la suya, ya que te reconoce como señor —y entonces Fram empuñó el arma con gran respeto y la alzó, y le pareció oír una voz en su cabeza que decía «Al fin nos encontramos tú y yo, porque mucho tiempo te he estado esperando y ardo en deseos de ser usada. ¡Corre ahora a por el Gusano! ¡Que a la Sombra y al Olvido ha de llevarle mi filo si me empuñas con valor! Porque yo soy Lokendacil, y mi destino es que me empuñes. ¿Aceptas pues el hado que te llama?» a lo que Fram contestó para si «Sea», y entonces una gran fuerza le inundó, y sus miedos y sus dudas se esfumaron.

—Corre ahora y déjame aquí —dijo Arión —, porque sólo haría estorbar tu avance. ¡Corre ahora en busca de tu destino y la salvación de tu pueblo! —y tras decir estas palabras, se apartó y Fram atravesó la estancia con grandes pasos, pero antes de irse dijo:— Gracias amigo, porque me has dado esperanza y tampoco he de olvidarlo. Perdona ahora las palabras que te dijera aquella vez, y también que te deje sólo en la oscuridad de esta morada.

—Siempre he vivido en la oscuridad —dijo Arión, sonriendo.

—Adiós, entonces —dijo Fram, y desapareció en las sombras, porque ahora, no sabía cómo, conocía el camino y la oscuridad no le parecía tan insondable; y Arión quedó solo pero no se fue, porque buscó algo más en la chatarra que aún no había sido tocado por el fuego del Dragón.

 

Ahora bien, en Vientofuerte no se habían quedado de brazos cruzados todo ese tiempo, porque habían estado organizando las defensas como Arión sugiriese. Y a orden de Frumgar, muchos jinetes habían venido de todo el Valle, pero muchos fueron desviados al sur, a las fronteras, y las huestes quedaron divididas equitativamente. Porque era la única esperanza que el pueblo de Frumgar tenía para sobrevivir. Era una esperanza remota y Frumgar lo sabía, pero no tenía más y sólo le quedaba llevar a cabo su trabajo lo mejor posible.

Las mujeres y los niños fueron llevados a un punto medio entre Vientofuerte y las fronteras, a una ciudad al abrigo de las montañas, a orillas de uno de los afluentes del Anduin. Pero en Vientofuerte quedaron todos los que fuesen capaces de empuñar un arma, aunque fuese el arco, porque necesitaban todas las manos que fuesen posibles. Y había también muchos herreros, porque Arión les había contado de artilugios y armas extrañas que con suerte y brazo fuerte dañarían al Gusano, aunque fuese levemente, y muchas de ellas crearon.

La faena estaba casi terminada pero en el amanecer del decimosexto día, los vigías vieron venir al galope a un jinete, y muchos creyeron que era Fram y lo celebraron, pero se equivocaban todos porque realmente era uno de los cinco jinetes que partieron con Fram y Arión, y como su misión y la de otros dos de ellos era la de vigilar los caminos, no bien hubo llegado a las puertas, dijo:— ¡Llamad a Frumgar! ¡Preparaos todos porque el Dragón ha descendido y llegará aquí al medio día! —y tras sus palabras habló Frumgar, que lo había oído todo, y ordenó a las gentes que ocupasen sus puestos y todos corrieron a cumplir las órdenes.

 

Un poco más al norte Scatha avanzaba sin prisa, porque quería guardar fuerzas. Vio sin problemas al jinete que salía al galope hacia el sur, para dar la voz de alarma y, aunque podría haberle alcanzado prefirió no hacerlo, porque así estarían todos juntos cuando él llegase y no tardaría mucho tiempo. Y la idea le animó y aceleró la marcha.

 

Tal y como dijo el jinete, al medio día los vigías vieron a lo lejos una gran forma que venía por los llanos. Y sobre sus cabezas volaban muchos pájaros, asustados por el olor del Dragón, y muchos otros animales dejaban atrás Vientofuerte también por tierra.

—Idos ahora con los vuestros —le dijo Frumgar a sus capitanes, pues estaban todos en la muralla oteando el norte, y corrieron a cumplir sus órdenes. Pero Frumgar permaneció allí y siguió con los planes que habían trazado. Porque se puso la armadura de Fram, y también su yelmo, y permaneció sobre la muralla para retar al Dragón.

Poca distancia le separaba ya de Vientofuerte, y el aroma del ganado y de los hombres llegó a Scatha, y se sintió más hambriento que nunca. Encontró a su paso, antes de llegar, sólidas parcelas con vacas u ovejas dentro, que intentaban en vano escapar; pero hizo caso omiso de tales anzuelos y siguió su camino hacia la ciudad, porque pensaba que el ganado seguiría ahí cuando todo hubiese acabado, y entonces daría cuenta de él.

Olió también gente al este y al oeste, y también a caballos, todos escondidos, y supo entonces que trataban de tenderle una emboscada, pero no le preocupó, sino que sonrió para sí, porque era cruel y sabía que era poderoso, y que ningún daño serio podrían causarle por muchos hombres que le atacasen. Centró pues su atención en la ciudad, y avanzó raudo y rugió, y olió el miedo que su voz causaba y se sintió satisfecho.

Frumgar vio al enemigo acercarse veloz, y le maldijo al ver que pasaba de largo del ganado. Y sintió miedo por un momento, pero tomó su cuerno y sopló con gran fuerza, y se sintió animado.

—¡Volvemos a encontrarnos, Scatha el Gusano! —gritó cuando se hubo acercado lo suficiente—. ¡Porque he aquí a Fram, hijo de Frumgar, al que intentaste maldecir! ¡Pero ahora la maldición se volverá contra ti, porque has venido aquí para morir! ¡Ven y lucha conmigo!

—¡Saludos, desconocido! —dijo Scatha, y los corazones de los hombres se encogieron—. Porque tú no eres Fram, pues, aunque te pareces en verdad, hueles distinto; pero a él no le huelo y me intriga qué habéis planeado para recibirme. Pero ¡sea! Te daré muerte sin tanto insistes en retarme.

—Cierto es que no soy Fram, sino Frumgar, su padre. Y si quieres saber que te hemos preparado, ven a por mí si tienes valor y lo descubrirás pronto —exclamó Frumgar, y temió haber sido demasiado atrevido y que el Dragón no atacase de frente.

 Pero Scatha era orgulloso y temerario, y avanzó directo hacia Frumgar. Levantó entonces la mano el Éotheod, y tras la muralla, muchos arqueros tensaron sus cuerdas. Y una vez Scatha estuvo lo suficientemente cerca bajó el brazo y una nube de flechas voló sobre él y cayó sobre el Dragón. Sus duras escamas repelieron las saetas, pero sus ojos no estaban protegidos y se vio obligado a volver la cabeza, y detuvo un poco su avance, diciendo:

—¿Sólo esto me habéis preparado? ¿Una lluvia de ramas afiladas? —pero había caído en otra trampa y no se había dado cuenta; porque debajo de él se habían cavado estrechas zanjas y la habían cubierto con ramas y telas; y de ellas salieron ahora algunos hombres atrevidos e intentaron encadenar sus patas, pero sólo dos de las cuatro consiguieron amarrar.

Ahora bien, aunque Scatha se vio sorprendido, le divirtió la estratagema, porque no le detendrían mucho tiempo unas vulgares cadenas, y se rió de la estupidez de los Hombres y tardo poco en romperlas. Pero en el tiempo que tardó en hacerlo, otros hombres que también había en las zanjas atacaron su blando vientre con afiladas lanzas de bordes cruelmente aserrados, pues ese era el punto débil de todos los Dragones, según les había contado Arión; y Scatha rugió furioso, porque, aunque no habían penetrado mucho, ya que aunque fuese su punto más blando seguía siendo una piel dura y gruesa, le había dolido y molestado tal ataque. Retrocedió entonces y lanzó su fuego a las zanjas, pero estas se habían vaciado de los hombres que allí estaban hacía bastante poco, pues las trincheras eran largas y huyeron por ellas después del ataque.

Y tan ocupado estaba Scatha con las cadenas y las traicioneras zanjas, que tardó en darse cuenta de que muchos jinetes se acercaban por ambos lados, provenientes de sus escondites del este y el oeste, y vio que se contaban por cientos. Y los caballos no dudaban, porque le habían colocado a cada uno una especie de yelmo y sólo podían mirar al suelo; bajo su hocico habían colocado vendas empapadas en brea, y su olor tapaba al del Dragón, y se acercaban a él sin miedo.  Pero había perdido éste la paciencia y no demoró su ataque, y a los que venían del este, porque estaban más cerca, lanzó su fuego, el cual calcinó a muchos de los que cargaban. Y a esa hueste las capitaneaba Aarhas, entre otros, que no resultó herido. Pero al ver el horror que el Dragón desataba sintió un gran miedo, perdió los nervios, y llamó a retirada virando al sur, y algunos hombres le siguieron. Pero otros capitanes llamaron al ataque, y al final Aarhas galopó sólo, y como otrora predijese Arión, su honor y el de su casa quedó así mancillado; y su caballo tropezó en una zanja escondida y cayó. Allí murió Aarhas, y pocos lloraron su muerte.

Aunque mermados, los jinetes del este llegaron al Dragón, y éste usó garras y dientes para darles muerte, pero eran muchos y le desbordaban; y en el oeste aún estaban todos y al llegar, Scatha les hizo frente y también lanzó su fuego, y cayeron muchos más hombres.

Ahora bien, las armas que Arión había descrito eran extrañas en verdad, porque eran como lanzas, pero su punta se doblaba sobre sí misma y parecía un enorme garfio. Muchos hombres llevaban tales lanzas, y junto a ellos galopaban otros con lanzas corrientes. Y los que llevaban los garfios metían con rapidez la punta de éstos entre las escamas y luego salían al galope, porque una cadena unía tales armas con las sillas de los caballos, y el garfio tiraba de las escamas y se levantaban así un poco, dejando a la vista la blanda carne. En esos momentos, los lanceros que les acompañaban aguijoneaban a la bestia, y pronto su ponzoñosa sangre bañaba el claro y se sentía dolorido, aunque no estaba herido de gravedad.

Pero ahora estaba Scatha muy furioso, como nunca lo había estado. Y sus garras y dientes, y también su cola, hicieron estragos entre los jinetes, y se vieron repelidos y no pudieron acercarse más. Pero su fuego se estaba acabando y sólo lo usaba cuando se veía muy cercado. Muchos habían caído, y ya pocos se acercaban a él, y maldijo a los Hombres y se dispuso a acabar con todos. Se volvió a Vientofuerte entonces y lanzó su fuego, y la ciudad prendió con múltiples incendios. Y de las puertas que ardían salió entonces Frumgar en su caballo, e hizo frente a la bestia. Sabía el señor de Vientofuerte que poco más podrían hacer, y que por mucho tiempo habían mantenido a raya a la bestia, y le habían herido, pero no era suficiente y pronto serían derrotados.

—¿Qué tienes que decir ahora, Gusano? —le increpó—. ¿No es acaso tu sangre ese charco ponzoñoso que se extiende debajo de ti? ¿La savia del poderoso e indestructible Scatha?

—Lo es, sin duda —contestó el dragón—, derramada con sucios ardides y trampas escondidas. ¡Pero ya no más! Porque hasta ahora me he contenido, y ya no me divertís. ¿Dónde está tu hijo? ¿Dónde se esconde? Me gustaría que viese cómo mato a su padre y acabo con su pueblo. ¿Está aquí? ¿O murió en nuestro último encuentro? ¿O acaso ha huido?

—Ni muerto ni huido; no hace falta que esté, pues no serás tú quien me dé muerte —dijo, y cargó contra la bestia. Pero el Dragón le golpeó con violencia y Frumgar cayó al suelo con el cuerpo quebrado, pero aún vivo. Una garra aplastó entonces su cuerpo, y el Dragón dijo sonriendo:

—Me resulta familiar esta escena. Pero será diferente, porque tú morirás ahora —y se dispuso a aplastarle. Pero en ese mismo momento, la llamada de un cuerno resonó en el valle y las montañas devolvieron el eco. Y los corazones de los hombres volvieron a llenarse de valor, porque reconocieron la llamada. Giró entonces la cabeza el Dragón y miró al norte, como muchos entre los Hombres, y vio a un jinete que avanzaba deprisa hacia él. Y un gran miedo le ganó, porque aún en la distancia sintió la espada que ese jinete empuñaba.

—¿Preguntabas por mi hijo? —dijo Frumgar en su agonía—. Aquí lo tienes —y diciendo esto, clavó su espada en el cuello de Scatha, que rugió furioso y se la quitó de una sacudida, y al cuerpo de Frumgar lo aplastó. Y así murió el señor de los Éotheod.

Fram volvió a soplar su cuerno, a cuyo canto se unieron muchos otros, y el estruendo fue como el cantar de la tormenta. Su corazón lleno de furia implacable; su brazo dispuesto a la lucha, y la Lokendacil clamando por la sangre del Dragón. Galopó directamente contra él y vio miedo en los ojos de la bestia, y así le dijo— ¡Volvemos a encontrarnos, Scatha el Gusano! ¡Porque he aquí a Fram, hijo de Frumgar, al que intentaste maldecir! ¡Pero ahora la maldición se volverá contra ti, porque has venido aquí para morir! ¡Ven y lucha conmigo! —gritó al llegar hasta él, y su espada cantó al golpear. Y las escamas se rompieron y la hoja penetró en su carne con facilidad, y manó un gran caño de sangre. El Dragón se volvió hacia él, furioso, e intentó apresarlo con sus dientes. Pero Fram desvió al caballo justo tiempo y las mandíbulas chasquearon junto a él. Aprovechó su ventaja entonces y golpeó de arriba abajo, y del filo negro de la espada pareció surgir una llama cuando golpeó a la bestia en el poderoso cuello, que gritó malherida. Y muchos cuernos sonaron entonces y los restantes jinetes se lanzaron envalentonados al ataque y Scatha temió por su vida, lanzó otro fuego y huyó hacia el norte.

Grande era el dolor de Fram, porque sabía que su padre había muerto, pero no se detuvo a llorarlo. Montó en otro caballo que estaba fresco y salió en persecución de Scatha. Rápido avanzaba ahora el Dragón, dejando un rastro de sangre a su paso; porque notaba galopar a su muerte detrás, y tenía miedo. Y a veces se volvía y lanzaba su fuego, pero Fram siempre se le adelantaba y lo esquivaba. Y al ver que el Éotheod le ganaba terreno, el Dragón se metió en el río, que era profundo ya en esas latitudes, y surgió por el otro lado, continuando la carrera. Y por muchas millas corrieron a la par, uno a cada orilla del río. Y cuando llegaron casi al afluente principal del Anduin, que surgía de las montañas, el Dragón lanzó de nuevo su fuego y Fram se retrasó, y así Scatha cruzó de nuevo el río y llegó a las montañas; y rápidamente trepo, dolorido, y fue a esconderse en su madriguera.

Fram galopó entonces sin demora hacia la puerta de los vigías, porque no conocía otra entrada. Y al llegar vio a Arión en la puerta, y portaba un enorme escudo.

—¡Aprisa ahora! No dejes que se recupere porque ya no volveremos a sorprenderle —dijo Arión, y le hizo entrega del escudo—. Ten esto. Es un escudo rúnico de los Enanos que había en la armería. Te protegerá del fuego del Dragón, pero una sola vez.

—Voy a cumplir mi destino ahora, amigo —y Fram se lanzó hacia la cueva.

Arión quedó de nuevo solo, y sonrió, y se puso en marcha. Porque el destino les había alcanzado y ya no era necesario en estos lares. Y viajó al este y no se le vio más por algunos años.

Scatha estaba malherido porque había perdido mucha sangre. Llegó a la sala del tesoro, y en vano intentó derrumbar la puerta para poder dormir tranquilo hasta recuperarse. Y no llevaba allí mucho tiempo cuando los ecos de unos pasos rompieron el silencio de las estancias de los Enanos, y supo antes de que llegase que Fram venía a su encuentro. Y sólo le quedaba un fuego y estaba débil para mantener una lucha. Así que yació como si estuviese muerto y esperó a que llegase el Éotheod.

Llegó Fram a la sala del tesoro y encontró al Dragón sobre la brillante montaña, y parecía derrotado. Pero no confiaba en la bestia y avanzó precavido. De repente la cabeza de Scatha se alzó y lanzó su fuego, el último de todos, y Fram puso el escudo delante de él y sintió como el metal se fundía. Y una vez que cesó el aliento lo tiró rápido, porque comenzaba a quemarle.

—Astuto has sido, Fram hijo de Frumgar —dijo el Dragón—. Eres poderoso; mucho más de lo que pensaba, y mi orgullo me llevó a mi perdición. ¿No perdonarías ahora a esta bestia moribunda ante la promesa de no volver a atacaros?

—¡Déjate de palabras y engaños, salamandra! Has matado a mi hermano y a mi padre entre muchos otros inocentes, y he de darte muerte —y diciendo esto se adelantó con la Lokendacil en la mano, y el Dragón sintió miedo. Pero reunió las pocas fuerzas que le quedaban y se lanzó en un último ataque desesperado. Fram saltó entonces a un lado y al momento la garra Scatha golpeó el suelo y saltaron chispas. Entonces Fram atacó con gran fuerza y amputó la garra de la bestia, que emitió un profundo chillido de dolor y se irguió. Y este momento aprovechó el Éotheod y clavó profundamente la hoja en el cuello de la bestia, y saltó a un lado al tiempo, porque Arión le había hablado del mortal contacto de su sangre y se puso a salvo.

Cayó Scatha boca arriba, herido de muerte. Y entonces trepó Fram sobre su vientre y desenvainó la espada de Eothram.

—¡Muere ahora con esta espada, criatura despreciable! ¡Ve ahora a la Sombra y al Olvido y maldice allí mi nombre por el resto de las Edades! —y le clavó su espada en el corazón. El Dragón se retorció con agonía y Fram cayó al suelo, con la espada nuevamente quebrada. Pero finalmente Scatha yació quieto, porque por fin había muerto. Y Fram rió entonces y su rostro estaba lleno de lágrimas, porque hasta ese momento no se permitió llorar a su padre y a su pueblo, y su cuerno rugió en las profundidades de las montañas.

Muchos hombres se reunían a los pies de las Ered Mithrin, esperando a Fram; y allí los encontró cuando salió. Y en su mano llevaba un cuerno de Scatha, y narró lo que había ocurrido. Y todos le alabaron y le aclamaron como el nuevo Señor. Cabalgaron entonces hasta Vientofuerte sin demora, y allí reorganizó a las tropas. Pero mientras tanto, había ordenado dejar hueco el cuerno de Scatha. Y los artesanos trabajaron con prisa y esmero, y al partir hacia el sur las huestes Fram ya llevaba el cuerno listo para ser soplado.

Llegaron justo a tiempo, porque las tropas de Hombres del Este se preparaban para cargar, y no se amilanaron cuando vieron venir al galope a setecientos lanceros más. Fram les guiaba y empuñaba la Lokendacil, que había bautizado con El Daño del Gusano, y sopló entonces el cuerno de Scatha. Y el sonido fue como un atronador y feroz rugido. Las montañas retumbaron con su eco y las huestes enmudecieron. Un gran temor creció en los corazones de los Hombres del Este, que huyeron en desbandada.  Fram les persiguió con sus jinetes, y pocos en verdad sobrevivieron a la carga de los Éotheod, y por muchos años estuvieron tranquilas las tierras de Fram desde entonces.

 

Diez años habían pasado desde la muerte de Scatha, y Vientofuerte ya había sido reconstruida. Fram, que se había quedado con el tesoro del Dragón, fundó al norte una ciudad fortificada, Framsburgo, más poderosa y rica que la ciudad de su padre, y se convirtió rápido en centro de comercio, porque el camino del Bosque Negro estaba otra vez abierto.

Y un día de primavera llegó Arión Kuylómë a Framsburgo, porque venía a visitar a su amigo. Y al entrar se sorprendió al ver salir a casi una docena de Enanos con rostros sombríos, y tuvo una visión, y no se demoró en ir al encuentro de su amigo.

Grato fue el reencuentro, y hablaron y rieron durante el resto de la jornada. Pero llegado un momento, Arión le preguntó sobre los Enanos que había visto, y Fram le respondió que venían exigiendo el tesoro de Scatha. Pero los había echado de malas maneras, porque no sentía amor por los Enanos. Y a cambio del tesoro, dijo, les dio los dientes de Scatha, con los que había hecho un collar, diciendo: —Joyas como éstas no tendréis de seguro en vuestros tesoros, pues no es fácil conseguirlas–. Pero Arión le aconsejó cederle parte, porque era de ellos por derecho, pero Fram no cedió un ápice y Arión no insistió más. Pero otro asunto le apremiaba, y le dijo— Has de saber ahora, Fram, que no sólo mi amistad contigo me trae aquí, y que tengo otra misión que he de cumplir. Y esta misión no es otra que la de llevarme conmigo la Lokendacil, porque ya la has tenido bastante tiempo y hace mucho que cumplió su destino.

—Cierto es que lo cumplió, al igual que me dijiste que no se debía empuñar para nada más que para lo que había sido forjada. Y desde que Scatha murió, no la he usado ni una sola vez —dijo, y su mirada se hizo dura entonces—. Pero llevarla conmigo me da fuerzas y aclara mi mente, y no quiero desprenderme de ella.

—Debes hacer lo que te digo, Fram, porque no ha de hacerte bien en los tiempos por venir, y de ella te llegará la desgracia.

—He vencido a un Gran Gusano con ella. ¿Qué desgracia me puede acaecer a la que no pueda vencer? —respondió Fram, y no quiso seguir con el tema. Muchas veces Arión insistió en que se la diese, pero fue inútil, y al final decidió partir, aunque la preocupación le consumía.

—No te apenes, mi amigo, porque estaré bien —le dijo a las puertas de su ciudad, cuando el Elfo partía—. Pero darte El Daño del Gusano no puedo, pues me es cara, más que todas las cosas. Espero que nuestra amistad no se debilite por esto, y que respetes mi decisión

—No se debilita, sin duda. Pero no olvides mi consejo y líbrate de ella si tienes ocasión. Me voy ahora, amigo, y no sé si volveremos a vernos alguna vez.

—Me apenan esas palabras, y te digo ahora que siempre serás bienvenido entre mi gente; ahora o dentro de cien años, porque aparecerás en las canciones de la Gesta de Fram, hijo de Frumgar, y El Daño del Gusano. Mas toma ahora éste presente, que, aunque no sé si podrás usarlo, el corazón me dice que sí. Y cuídalo bien, porque hay muy pocos como él en el mundo —dijo, y le hizo entrega de un resistente arco, fabricado con el otro cuerno de Scatha—. Un arco de cuerno de Dragón. Es un gran arco, porque la flecha que con él se dispara siempre llega a su destino.

—Gracias, Fram. Le daré buen uso, descuida. Adiós ahora, quizás para siempre —y diciendo esto se marchó, y ya no volvieron a verse.

Pero Fram no se deshizo de la Lokendacil, y no mucho después de la partida de Arión se vio sorprendido en el campo por una emboscada de muchos Enanos, y la escolta que le acompañaba murió bajo sus hachas. A muchos de los enemigos abatió, aun estando solo, pero perdió su espada en el combate y se vio obligado a empuñar El Daño del Gusano, y las armaduras cedían bajo su filo y causó grandes estragos en las filas de los asaltantes. Y fue que estos eran dirigidos por Threndor, el Enano que causó la muerte de Eothram, y así se lo reveló a Fram, y una gran furia le inundó. Atacó sin descanso a Threndor, pero éste se defendía con fiereza y el combate era igualado. Pero finalmente, la Lokendacil quebró el mango del hacha que el Enano empuñaba y Fram le asestó el golpe final. La espada atravesó la armadura y luego hendió la carne. Pero la hoja se rompió contra el duro acero de la coraza y el trozo que se había roto salió disparado con gran fuerza; y la mala fortuna, o quizás el destino, hizo que se hundiese profundamente en el pecho de Fram, que cayó malherido.

Arrodillado entre los cadáveres de sus enemigos, con las manos en la hoja que se le clavaba, le alcanzó la muerte. Y así le encontraron los jinetes que de Framsburgo venían en su auxilio. Fue llevado entonces en hombros hasta la ciudad, y sus habitantes lloraron a su señor por muchos días. Pero el día de su entierro apareció Arión, y la gente callaba y bajaba la cabeza con respeto a su paso. Se acercó al sepulcro y vio que aún empuñaba los restos de la Lokendacil.

—Escuchadme ahora —les dijo a los presentes— porque he venido a decirle adiós a un buen amigo y a llevarme esta espada. Y aunque sé que es tradición entre vosotros enterrar a vuestros señores con sus armas, ninguno habrá de detenerme. Lloró amargamente la muerte de su amigo, y se maldijo por no apartarle de tal sino. Le sacó la espada de entre los rígidos dedos, y envolvió los trozos en un paño, y luego le puso las manos sobre su pecho.

—Descansa en paz, Fram hijo de Frumgar, El Daño del Gusano, y sé feliz allá donde fueres porque al final cumpliste tu promesa y no has de avergonzarte cuando te encuentres con los tuyos. Descansa en paz —y diciendo esto se levantó y salió de la cuidad. Y ya no se le vio más por Framsburgo, y su recuerdo sólo quedó en los cantos.